La historia del uso de las colectoras.

Por Ricardo López Göttig

Con el objetivo de sumar todos los votos posibles, el kirchnerismo ha diseñado el sistema de las listas colectoras: detrás de la fórmula presidencial, van adosadas una gran variedad de diferentes partidos, cada uno con sus propios candidatos. Lo que busca, pues, es que esos aliados no concurran a los comicios con fórmulas propias para la presidencia de la Nación.
Esta alquimia política no es nueva en la historia argentina. Los antecedentes, curiosamente, no son los que al kirchnerismo satisfarían.
En 1928, las fuerzas que se oponían al retorno de Hipólito Yrigoyen a la presidencia se congregaron en el Frente Único, una coalición que solamente estaba unificada por la fórmula presidencial de Leopoldo Melo y Vicente Gallo, ambos radicales antipersonalistas. Como la elección del Poder Ejecutivo era indirecta a través de los colegios electorales, cada fuerza política concurrió con su propia lista de electores, así como también iban por separado, con sus propias listas de diputados nacionales, los radicales antipersonalistas y las fuerzas conservadoras. Vale recordar que, a pesar de esta alianza circunstancial, Hipólito Yrigoyen duplicó en las urnas a los nominados por el Frente Único.
En noviembre de 1931 se celebraron nuevos comicios generales para electores de presidente y vicepresidente, diputados nacionales, gobernadores, legisladores provinciales y autoridades municipales, tras el golpe de Estado de 1930. Se trataba de la elección de la totalidad de los cargos emanados de la soberanía popular. El general Agustín P. Justo era el candidato oficial y, para ello, contaba con el respaldo de los radicales antipersonalistas, el Partido Demócrata Nacional (conservadores) y el minúsculo Partido Socialista Independiente. Nuevamente, en lo único en que coincidían estas tres fuerzas era en el compromiso de votar en los colegios electorales al general Justo, ya que incluso para el vicepresidente los antipersonalistas tuvieron su nominado, José Nicolás Matienzo, en tanto que las fuerzas conservadoras postularon a Julio Roca (h), cuestión que se dirimiría a favor del que tuviera más electores. Una vez más, también para diputados nacionales cada uno de estos partidos participó con su propia lista.
En las elecciones generales de febrero de 1946, en las que el candidato oficial era el coronel Juan Domingo Perón, tanto la coalición gubernamental de laboristas y de los radicales disidentes de la Junta Reorganizadora, como la alianza opositora de la Unión Democrática (radicales, socialistas, demócratas progresistas y comunistas), cada partido compitió con su propia lista de diputados nacionales, unidos sólo por sus fórmulas presidenciales.
Estas alquimias, sin embargo, tenían un elemento de disuasión para evitar la dispersión infinita: la Ley Sáenz Peña otorgaba representación solamente a las dos listas más votadas, con un sistema de mayoría y minoría –podían ser electos, también, los candidatos individualmente más votados en detrimento del partido minoritario-. Esto implicaba que, al competir entre sí los partidos que apoyaban a una fórmula, podían favorecer a su pesar que el rival ganara la mayoría de las bancas para el Congreso. Un ejemplo de ello fue que en 1946, la Unión Cívica Radical logró 44 diputados nacionales, el PDP uno solo por Santa Fe, y el Partido Socialista –de gran raigambre en la Capital Federal durante tres decenios-, no obtuvo representación parlamentaria entre 1946 y 1955.
Dos maneras de evitar estas confusiones deliberadas en los electores son: la separación de las fechas de comicios de legisladores nacionales y candidatos presidenciales y el uso del sufragio electrónico. Se disminuiría sensiblemente el efecto de este artilugio que arroja sombras sobre un proceso electoral que debería ser simple y transparente.

Publicado por CADAL el 14 de febrero del 2011.

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