Por Ricardo López Göttig
Los jacobinos han pasado a la historia como la fracción radical de la revolución francesa, encarnados por la figura de Robespierre y fácilmente identificables con el emblema sangriento de la guillotina.
El líder más notorio de los jacobinos y el instrumento de terror y crimen nos pueden hacer olvidar cuál era el ideario de estos revolucionarios que buscaron cambiar la humanidad desde la raíz. Los jacobinos estaban plenamente convencidos de que era posible crear una nueva sociedad desde cero, casi ex nihilo, enarbolando el estandarte de la razón, arrasando con el pasado que consideraban oprobioso, tenebroso y del que nada bueno podía aprenderse.
Así es como establecieron un nuevo calendario, el republicano, reemplazando al gregoriano de carácter cristiano. Las semanas tenían diez días -el diez es "racional"-, con lo que de paso se borraba el domingo. Nos dejaron el sistema métrico decimal -nuevamente el diez-, a fin de unificar todos los sistemas de pesos y medidas que había en Francia.
En su deseo de crearlo todo de nuevo, emprendieron la persecución de las religiones, sobre todo el cristianismo que era ampliamente mayoritario en la nación gala, e intentaron imponer un nuevo culto a la Razón, con su propio ceremonial. La religión, la propiedad privada, las tradiciones regionales, las costumbres comerciales, incluso los apellidos: todo era sometido a un proceso de profundo cambio.
Y para ello rodaron cabezas de monárquicos, clérigos, aristócratas, funcionarios, moderados, girondinos y, también, de jacobinos...
Quien supo ver con claridad el terremoto político y social que estaba en ebullición en Francia desde sus primeros pasos fue Edmund Burke quien, en sus lúcidas Reflexiones sobre la revolución francesa, advirtió antes de los años del Terror sobre las graves consecuencias de lo que denominó la geometría y la aritmética aplicadas a la política. Estos intentos de imponer lo exacto en el comportamiento humano han desembocado en las peores atrocidades, porque se basan en la concepción de que es posible moldear y fijar el comportamiento de las personas tal y como estos ideólogos y políticos de laboratorio imaginan.
Y es que, en lugar de tomar al ser humano tal y como es, los utopistas pretenden crear una nueva especie a través de nuevas reglas y condiciones, como si fuera una plastilina maleable. Un nuevo humano autómata al servicio de una causa superior, sin ambiciones ni dobleces, sin sueños ni miserias, puro y desinteresado.
Esta tentación jacobina se puede hallar en varias corrientes de pensamiento, hasta en aquellas que presumen de ser lo contrario, porque se fundamentan en un homo abstracto, concebido sólo en sus mentes, un homúnculo que responde con precisión a los estímulos. Así es como todas las utopías son coherentes, "cierran" en sí mismas, sin fisuras. El enamoramiento con estas ideas se fortalece cuando se "convencen" unos a otros en círculos estrechos, sin contacto con otras ideas ni, mucho menos, con la observación de la realidad cotidiana.
Muchos discursos de renovación -o innovación, o revolución- generacional tienen impregnada la tentación jacobina, como si las generaciones que nos precedieron hubieran sido hatajos de necios cuya herencia y experiencia debe ser enterrada. Para todo tienen respuesta sin necesidad de estudiar cada caso particular, poseedores de una fórmula mágica que nos llevará a la felicidad y la solución definitiva a todos los problemas.
Las tentaciones ideológicas y políticas abstractas son atractivas, simples, todo lo abarcan. Son panaceas.
Pero son embarcaciones que, cuando son echadas al agua, rápidamente se hunden. Y para salvar la idea superior, nos dirán que ese barco no fue debidamente diseñado por los genios del laboratorio, sino por meros imitadores.
Evitemos las fórmulas sencillas. La realidad humana es compleja, fascinante, desconcertante; y para aproximarse a ella se requiere de paciencia, estudio y diversidad de visiones.
Los jacobinos han pasado a la historia como la fracción radical de la revolución francesa, encarnados por la figura de Robespierre y fácilmente identificables con el emblema sangriento de la guillotina.
El líder más notorio de los jacobinos y el instrumento de terror y crimen nos pueden hacer olvidar cuál era el ideario de estos revolucionarios que buscaron cambiar la humanidad desde la raíz. Los jacobinos estaban plenamente convencidos de que era posible crear una nueva sociedad desde cero, casi ex nihilo, enarbolando el estandarte de la razón, arrasando con el pasado que consideraban oprobioso, tenebroso y del que nada bueno podía aprenderse.
Así es como establecieron un nuevo calendario, el republicano, reemplazando al gregoriano de carácter cristiano. Las semanas tenían diez días -el diez es "racional"-, con lo que de paso se borraba el domingo. Nos dejaron el sistema métrico decimal -nuevamente el diez-, a fin de unificar todos los sistemas de pesos y medidas que había en Francia.
En su deseo de crearlo todo de nuevo, emprendieron la persecución de las religiones, sobre todo el cristianismo que era ampliamente mayoritario en la nación gala, e intentaron imponer un nuevo culto a la Razón, con su propio ceremonial. La religión, la propiedad privada, las tradiciones regionales, las costumbres comerciales, incluso los apellidos: todo era sometido a un proceso de profundo cambio.
Y para ello rodaron cabezas de monárquicos, clérigos, aristócratas, funcionarios, moderados, girondinos y, también, de jacobinos...
Quien supo ver con claridad el terremoto político y social que estaba en ebullición en Francia desde sus primeros pasos fue Edmund Burke quien, en sus lúcidas Reflexiones sobre la revolución francesa, advirtió antes de los años del Terror sobre las graves consecuencias de lo que denominó la geometría y la aritmética aplicadas a la política. Estos intentos de imponer lo exacto en el comportamiento humano han desembocado en las peores atrocidades, porque se basan en la concepción de que es posible moldear y fijar el comportamiento de las personas tal y como estos ideólogos y políticos de laboratorio imaginan.
Y es que, en lugar de tomar al ser humano tal y como es, los utopistas pretenden crear una nueva especie a través de nuevas reglas y condiciones, como si fuera una plastilina maleable. Un nuevo humano autómata al servicio de una causa superior, sin ambiciones ni dobleces, sin sueños ni miserias, puro y desinteresado.
Esta tentación jacobina se puede hallar en varias corrientes de pensamiento, hasta en aquellas que presumen de ser lo contrario, porque se fundamentan en un homo abstracto, concebido sólo en sus mentes, un homúnculo que responde con precisión a los estímulos. Así es como todas las utopías son coherentes, "cierran" en sí mismas, sin fisuras. El enamoramiento con estas ideas se fortalece cuando se "convencen" unos a otros en círculos estrechos, sin contacto con otras ideas ni, mucho menos, con la observación de la realidad cotidiana.
Muchos discursos de renovación -o innovación, o revolución- generacional tienen impregnada la tentación jacobina, como si las generaciones que nos precedieron hubieran sido hatajos de necios cuya herencia y experiencia debe ser enterrada. Para todo tienen respuesta sin necesidad de estudiar cada caso particular, poseedores de una fórmula mágica que nos llevará a la felicidad y la solución definitiva a todos los problemas.
Las tentaciones ideológicas y políticas abstractas son atractivas, simples, todo lo abarcan. Son panaceas.
Pero son embarcaciones que, cuando son echadas al agua, rápidamente se hunden. Y para salvar la idea superior, nos dirán que ese barco no fue debidamente diseñado por los genios del laboratorio, sino por meros imitadores.
Evitemos las fórmulas sencillas. La realidad humana es compleja, fascinante, desconcertante; y para aproximarse a ella se requiere de paciencia, estudio y diversidad de visiones.
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