En torno a Jenofonte y la estabilidad de los gobiernos.

Por Ricardo López Göttig

El historiador y filósofo griego Jenofonte, al reflexionar sobre la estabilidad de los monarcas de Lacedemonia, sostuvo que ésta se debía a que los reyes “jamás ambicionaron una autoridad más extensa que la que recibieron con el cetro”[1]. En términos modernos, esto significaría que la estabilidad y la gobernabilidad estarían íntimamente vinculadas al estricto cumplimiento de las funciones establecidas del gobierno. Para los antiguos, el monarca se limitaba a sí mismo por su formación virtuosa, depositando la confianza en el carácter de la persona que ocupara el trono. Al príncipe se lo formaba desde muy joven en los valores del heroísmo, la prudencia y la austeridad, de modo que fuera un gobernante equilibrado y respetuoso de las tradiciones. De allí que hayamos heredado tantos libros de educación para príncipes, ya sea en formas de tratados de política, ya como novelas y fábulas de contenido moral. Pero bien sabemos que el límite autoimpuesto del carácter personal es fácilmente franqueable, que los humanos nos dejamos vencer por la tentación de la acumulación del poder y de su uso arbitrario, y por ello fue preciso que surgiera el constitucionalismo, que busca limitar el poder y equilibra al ejecutivo con un parlamento y un poder judicial, previo reconocimiento de que hay libertades fundamentales que no deben vulnerarse.
Aun cuando hemos aprendido, a lo largo de los siglos, a ser escépticos en cuanto al poder político, no por ello las reflexiones de Jenofonte pierden su vigencia. Porque si bien él no meditó en términos del contractualismo, podría observarse que estaba implícito que el poder del monarca no se concebía como omnipotente e ilimitado. Buena parte de los problemas que hoy afectan a las naciones iberoamericanas podría tener su causa en esa ambición de los gobernantes de excederse en sus funciones, traspasando los límites establecidos y que, en nombre de “hacer el bien”, han hecho mucho daño. Esta ambición de extender el poder genera fricciones, choques y enfrentamientos con la sociedad civil, los congresos, los poderes judiciales, la prensa independiente y las fuerzas opositoras. Por consiguiente, el disenso –que es pacífico- degenera en conflicto –que es violento-, afectando severamente la convivencia pluralista propia de una democracia.
La paradoja es, pues, que un gobierno que quiera continuar en el tiempo, debe ceñirse a la Constitución y las leyes. Quien las vulnera, siembra las semillas de su propia inestabilidad e ingobernabilidad.

[1] Jenofonte, Vida de Agesilao. En Historia Griega, Barcelona, 1984, Iberia. Tomo I.

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