Comparaciones.

Mucho se ha dicho y escrito en torno a la legalización de la marihuana, a favor y en contra, pero hay ejemplos forzados que no ayudan a comprender la magnitud de las consecuencias sociales de este consumo, mientras que otros son ocultados.
El primer intento de analogía es el de comparar la prohibición del consumo de drogas con la aplicación de la llamada "Ley Seca" en Estados Unidos, cuando estuvo vedado el alcohol. A mi juicio, es una comparación forzada, ya que el consumo generalizado de alcohol es parte de la cultura occidental desde hace milenios, forma parte habitual de las celebraciones, encuentros sociales e incluso tiene un simbolismo claro en el cristianismo. No ocurre lo mismo con las drogas: supongo que son pocos los que reciben la Navidad o festejan un casamiento repartiendo cigarros de marihuana o aspirando líneas de cocaína. El prohibicionismo en los Estados Unidos atacó un elemento masivo de consumo, y de allí gran parte de su fracaso.
El gran ejemplo de consumo libre de drogas que nunca mencionan los partidarios de la liberalización fue la China imperial, cuando como consecuencia de la primera guerra del opio (1839-1842), esta milenaria nación se vio obligada a abrir las puertas a los importadores británicos que llevaban este producto desde la India. Los resultados fueron devastadores en todos los sectores de la sociedad, multiplicándose la cantidad de adictos que sobrevivían bajo los efectos de este narcótico. No sólo el consumo de opio estaba prohibido en Gran Bretaña, sino que tampoco podían consumirlo los europeos residentes en los puertos comerciales de China. En 1858, Karl Marx escribió en el New York Daily Tribune el artículo Free Trade and Monopoly, en el que se refirió a la venta de opio como free trade in poison ("comercio libre en veneno"). Lo que comenzó en el siglo XVII como un entretenimiento de los sectores altos, se expandió en los siglos XIX y XX hacia los campesinos en la costa y el interior del país como una sustancia que permitía sobrellevar el hambre, generando adictos en hombres y mujeres, adultos y niños, debilitando sus cuerpos y mentes, así como reducía sus años de vida.
Timothy Brook y Bob Tadashi Wakabayashi, compiladores del libro Opium Regimes: China, Britain, and Japan, 1839-1952 (Berkeley, University of California Press, 2000), señalan que los invasores japoneses continuaron e intensificaron el comercio del opio en China, ya que era una fuente de ingresos que permitía financiar las operaciones militares en el continente asiático. Era tan notorio que perjudicaba físicamente a los chinos, que los estudiantes universitarios protestaron por este tráfico, reclamando al gobierno quisling de Wang Jingwei que prohibiera el opio y sus derivados. El otro régimen títere, el de Manchukuo, recibía la sexta parte de sus ingresos por la producción de opio, de acuerdo al testimonio del propio emperador Pü Yi. Conocedores de los resultados devastadores en sus enemigos, los japoneses no dudaron en fomentar el consumo de opio entre los pueblos que buscaban dominar.
Los amantes de las abstracciones podrán argüir en el aire, en sus humaredas intelectuales, diciéndonos qué quieren creer que va a ocurrir; pero sería una deshonestidad dejar de lado el ejemplo histórico de Asia Oriental, en donde ya se experimentó con seres humanos con severas consecuencias.

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