Por Ricardo López Göttig
A lo largo de los siglos,
hubo tres tipos de antisemitismo que pueden identificarse, a saber: el
religioso, el genético y el soviético. Si bien se hallan entrelazados y suelen
tener vasos comunicantes y lugares comunes, cada uno pone el acento en un
aspecto particular. El religioso es el de más larga data y comienza con la
disputa entre judíos y los cristianos de los primeros tiempos, cuando este
nuevo credo de aspiraciones universales se expandía en el seno del
desfalleciente Imperio Romano. Si bien el cristianismo logró desplazar a las
religiones tradicionales del mundo mediterráneo y a las creencias salvíficas
como el mitraísmo de típico cuño oriental, sólo pudo sumar a un pequeño sector
de judíos que creyeron que Jesús era el Mesías anunciado en el Antiguo
Testamento, ya que la mayor parte permaneció fiel a las viejas creencias y
tradiciones. Así comenzó la demonización de los judíos, al negarse a creer en
el carácter divino y mesiánico de Jesús, y se los identificó popularmente como
secuaces de Satanás.
El pensamiento mágico y
sobrenatural no admite matices: cualquier desviación o reinterpretación de los
Evangelios también era castigado como una herejía que podía llevar a la muerte.
La caída del mundo antiguo se llevó consigo a buena parte de la racionalidad y
la discusión filosófica de la cultura griega, y las invasiones germánicas
introdujeron una cuota de crueldad e inestabilidad social que derribó lo que
quedaba del Imperio Romano. La persecución a los judíos, identificándolos con
lo demoníaco y como responsables del “deicidio” (la muerte de Jesús), fueron un
recurso político de monarcas para canalizar enojos así como una explicación
fácil para los males que se padecían en un tiempo marcado por la superstición y
las tinieblas.
El antisemitismo biológico,
en cambio, es una consecuencia no buscada ni deseada del desarrollo de las
ciencias naturales en el siglo XIX. Una vez más, la aplicación simplona y
efectista de los escasos conocimientos biológicos y médicos se utilizó contra
el pueblo judío, adjudicándole características genéticas que supuestamente los
determinaba a actuar y pensar de un modo que entraba en conflicto con las
naciones en donde vivían. Para la pseudo disciplina científica de la eugenesia,
que tanto auge tuvo desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, el
comportamiento humano estaba determinado por la carga genética, por lo que la
conversión mediante el bautismo no podía alterar la herencia biológica. Los
judíos, de acuerdo a esta visión racista, se hallaban muy por debajo en la
jerarquía de pueblos respecto a los arios, en un contrapunto de sombras y luces
que se tornaba abismal. Esta corriente nutrió al antisemitismo que llegó a su
máxima expresión con el régimen nacionalsocialista, que durante la segunda
guerra mundial tuvo como uno de sus objetivos centrales la limpieza racial con
los fusilamientos masivos, los campos de exterminio y la aniquilación
sistemática de todos los judíos como el método de purificación de la especie
humana.
El antisemitismo soviético,
en cambio, es sutil y perverso porque se disfraza como “antisionismo”. No sólo
negó la especificidad de la Shoá, estableciendo que murieron “ciudadanos
soviéticos” en los campos de exterminio, borrando la singularidad de la política
genocida antisemita del nazismo, sino que tras la conflagración mundial se
lanzó a la destrucción de la cultura judía en la URSS. El objetivo de Stalin y
sus sucesores fue borrar todo signo de identidad judía, para transformarlos en “soviéticos” (léase
rusificados), olvidándose de sus creencias, tradiciones, orígenes y costumbres.
Las figuras intelectuales, religiosas y políticas judías más destacadas tras la
Cortina de Hierro fueron enjuiciadas, ejecutadas o enviadas al sistema Gulag, a
la par que los acusaba de “sionistas”, “apátridas” y “cosmopolitas”. De esta
corriente se nutrió la izquierda europea y norteamericana, que a su vez le
brindó una nueva narrativa a los líderes árabes que se empeñaban en desconocer
la legitimidad histórica, política y jurídica del Estado de Israel. A la influencia
que recibieron durante los años 1930s y 1940s desde la Alemania nazi, se sumó
la retórica soviética, incluso negando la historicidad de los reinos de Israel
y Judá varios siglos antes de que existieran el cristianismo y el Islam.
El antisemitismo de hoy es
líquido, porque se amolda al recipiente. Toma elementos dispersos y los
acomoda en un mundo manejado por “likes”
en las redes sociales, y en las que multitudes virtuales se suman a causas de
las que apenas escucharon hablar en algún video. Predomina el comportamiento
del bullying en manada, acorralando en los campus universitarios, señalando en
las calles, amenazándolos o golpeándolos por el simple hecho de ser judíos. Y
con un negacionismo instantáneo de las imágenes que los terroristas de Hamás
reprodujeron en las redes sociales, en una exhibición de brutalidad y violencia
que hasta los miembros de la SS siempre se cuidaron de mostrar y registrar. Así
vemos manifestaciones de personas que ignoran desde qué río y hasta qué mar
debería ser libre Palestina, qué implicancias humanas tendría esto, ni que
Hamás busca implantar un régimen teocrático que decapitaría a la mayor parte de
sus simpatizantes en el mundo occidental.
En tiempos de relaciones
líquidas, quizás hasta gaseosas, en donde los compromisos y las
identificaciones son fluidas, y las posturas se basan en sensaciones efímeras,
es preciso insistir en los hechos y exponerlos una y otra vez. Por ejemplo, que
el Estado de Israel, muy lejos de ser un apartheid, tiene un 20% de la
población árabe que vota, integra el Parlamento, tiene destacados profesionales
en los medios, universidades y hasta un juez en la Corte. Que es el único
Estado democrático de Derecho en Medio Oriente y que, con todas sus virtudes y
defectos, ha logrado ser un país desarrollado a pesar de la gran escasez de
recursos naturales. Según el gran arabista Bernard Lewis, el concepto islámico
del buen gobierno se funda en la justicia, y es por eso que en Medio Oriente se
torna urgente una paz justa. Y para ello, todos los actores deben comprometerse
en el respeto a la vida, la libertad y la propiedad, dejando fuera de juego a
los intolerantes, derrotando a los violentos y los propagadores de la muerte y
el odio.
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