Por Ricardo López Göttig
Fue
un destacado y talentoso hombre público que se destacó en las letras, la obra
legislativa y de gobierno, la cátedra, el estudio erudito y sistemático, con la
mirada puesta en el porvenir y los pies en la Argentina profunda.
La llamada Generación del
80, aquella que vivió y ocupó funciones de gobierno, académicas, periodísticas,
militares y en la sociedad civil, se caracterizó por ser receptiva a las ideas
de la ciencia y de las innovaciones tecnológicas, al mismo tiempo que tenía una
visión con sabor local que la entroncaba con la argentinidad tradicional. Se
buscaba hacer de la República Argentina una nación moderna, con instituciones,
códigos, ferrocarriles, telégrafos, bancos, exportaciones, inmigración, una
moneda única para todo el país, poniendo fin a las revueltas militares y teniendo
el control efectivo del territorio. Y esta joven nación reposaba en un humus
fecundo de siglos, con tradiciones e historias propias, que se fusionaron con
lo más novedoso en modo prodigioso.
Joaquín Víctor González
(1863-1923) fue uno de los exponentes de esa generación icónica que, lejos de
ser homogénea, presenta itinerarios y visiones diferentes, pero con el común
denominador del afán del progreso. Abogado, relata Ramón Columba en su libro
“El Congreso que yo he visto” que al joven González le faltaba rendir una
última materia para graduarse en sus estudios de Derecho, que era legislación
de minería. Lo hizo estudiando el único manual que en estas tierras argentinas
se había escrito al respecto, que era de su autoría. Indicio temprano de un
talento excepcional, erudición y trabajo sistemático que lo llevó a ser
gobernador de La Rioja, diputado nacional, ministro del Interior, senador de la
Nación, primer Rector de la Universidad Nacional de La Plata. Su nombre llegó a
barajarse en 1916 para unificar a las fuerzas conservadoras que le harían
frente al radical Hipólito Yrigoyen, siendo González –un roquista de pura cepa-
uno de los fundadores del Partido Demócrata Progresista.
Al tiempo que buceaba en los
conocimientos jurídicos y los comparaba con la legislación contemporánea de
otras naciones, con una visión histórica que le daba profundidad en la
comprensión, también se preocupó por las costumbres y relatos de su provincia
natal, que legó en textos que son clásicos en nuestra literatura. En este
sentido, tal como hicieron Bartolomé Mitre, Estanislao Zeballos y Lucio V.
Mansilla, para citar unos pocos ejemplos, tuvo su mirada puesta en el horizonte
de las innovaciones de su época con los pies en una Argentina profunda a la que
conocía y respetaba.
Perteneció a esa corriente
que el historiador Eduardo Zimmermann llama liberal reformista, que tomó muy en
serio la necesidad de resolver la “cuestión social”, denominación que abarcaba
las problemáticas emergentes de un país que se había modernizado aceleradamente
en pocos decenios: aumento de la criminalidad en los centros urbanos, auge del
anarquismo que atentaba contra las autoridades públicas y las fuerzas de
seguridad, el hacinamiento en los conventillos, la carestía de vida, la falta
de desarrollo en los sectores rurales. Como ministro del Interior en la segunda
presidencia de Julio Argentino Roca, acometió estos desafíos con una serie de
iniciativas legislativas que se inspiraron en las soluciones más avanzadas de
su tiempo, tras el detallado Informe Bialet Massé. Como generación ilustrada e
inspirada en el positivismo, precisaba de datos concretos y siguió con la
costumbre de realizar censos y estudios exhaustivos para acometer las reformas
sociales.
A su entender, las reformas
sociales venían acompañadas de las políticas, para que el Congreso argentino
fuese cauce natural de la representación de las minorías. Por ello impulsó la
Ley 4161 de elecciones, que continuó con el voto universal masculino –se opuso
al voto calificado, entonces auspiciado por el diputado Mariano de Vedia-, y
con circunscripciones uninominales. Su proyecto original era más ambicioso que
un cambio en la geografía política: también establecía el voto secreto y el
derecho del inmigrante –propietario o profesional liberal, de 22 años de edad-
a obtener la ciudadanía argentina con su sola inclusión en el padrón electoral,
propuestas que fueron descartadas por las cámaras legislativas. Esta reforma
política iba acompañada por otra, como fue el proyecto de Código de Trabajo,
que sirvió como fuente de inspiración para una fecunda obra legislativa en las
décadas siguientes.
Liberal reformista y laico,
masón, hombre público y privado, docente universitario, legislador, periodista,
escritor, dejó una fuerte impronta con su paso. Este 21 de diciembre recordamos
el primer centenario de su fallecimiento, y también de la aspiración a la
eternidad de su legado.
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