Por Ricardo López Göttig
El
Poder Legislativo es el primero de los mencionados en la Constitución, y no es
casualidad ni capricho: el Congreso es donde debaten los representantes del
pueblo de la Nación Argentina, para discutir leyes y para controlar al Poder
Ejecutivo.
En este tórrido verano que
estamos atravesando, mientras las cifras de la inflación nos retrotraen a
experiencias que deberíamos haber superado, se ha vuelto a poner en boca de
algunos actores políticos de primera línea el cuestionamiento al funcionamiento
del Congreso de la Nación. Siendo éste el ámbito de discusión por excelencia, y
que la aprobación de las leyes requiere el estudio pormenorizado de su contenido, la
celeridad no es necesariamente la mejor de las virtudes para adentrarse en el
articulado y, sobre todo, tener en cuenta las consecuencias no buscadas ni
deseadas de la aplicación de una nueva norma.
Es cierto que uno de los
grandes problemas de la República Argentina es el de la inflación legislativa:
una enorme cantidad de leyes que hacen casi imposible su comprensión y
conocimiento, a veces entrecruzadas, y que regulan aspectos de la vida
cotidiana que pueden resolverse por contratos entre las partes. Desarmar este
entramado requiere de mucha paciencia y precisión, además de constancia, porque
a la par se han formado grupos de presión que se nutren de estos laberintos
legislativos y viven de ello. En esta crisis que estamos padeciendo, ya no se puede
pecar de ingenuidad.
Pero enfrentarse y
cuestionar la naturaleza del Poder Legislativo, y pretender que apruebe sin más
una ley kilométrica con temas fundamentales y otros accesorios, tampoco ayuda.
La inexperiencia y espíritu de torbellino del Poder Ejecutivo pueden hacer
demorar todavía más el tratamiento de sus proyectos de ley, por sus expresiones
derogatorias y actitudes de confrontación. Quienes componen el Poder Ejecutivo
deben cultivar la templanza y la prudencia en el hacer y el decir, a fin de
tender puentes con otras fuerzas políticas, así como para bajar el nivel de
tensión en una sociedad que mayoritariamente está dispuesta a acompañar los
esfuerzos que se precisen, porque la mira final está en lograr el progreso
social, económico y cultural a nivel general.
Aristóteles distinguía entre
la faz agonal, que era la de la conquista del poder, y la faz arquitectónica,
que era la implementación de una política de gobierno. Ya ha concluido en
noviembre pasado la etapa electoral, y todas las partes así deben asumirlo,
porque los próximos comicios serán en la segunda mitad de 2025, en la
renovación parcial de las cámaras legislativas. Hasta esa fecha, aún
indefinida, los poderes Legislativo y Ejecutivo deben abocarse a las funciones
que la Constitución les asigna. Las bromas, ironías, chicanas, enfrentamientos
de poca monta, deben dejar su espacio al debate con altura, a la reflexión
razonada, al estudio y aplicación de la legislación.
A nadie se ha logrado
persuadir ni cambiar de postura mediante insultos o agresiones; ocurre, más
bien, lo contrario. Nuestro sistema constitucional funciona como una
arquitectura de equilibrios y controles, y los actores políticos deben saber
cómo proceder para que estos mecanismos muestren su eficacia. Los países con
más altos estándares de bienestar general son los regímenes con Estado de
Derecho, democracia liberal y economía de mercado, por lo que no es necesario
buscar atajos para lograr el progreso. Tenemos la receta en nuestra
Constitución Nacional: es cuestión –nada más ni nada menos-
que aplicarla.
Artículo publicado en Nueva Rioja (La Rioja) y El Pucará (Catamarca), 15 de enero de 2024.
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