Por Ricardo López Göttig (Para LA NACIÓN)
Mucho se habla de la República en estos tiempos de renovación legislativa, en un Congreso que, inesperadamente, se convirtió en un escenario de debate crucial para la desaprobación de los impuestos a la exportación el año pasado.
Nuestra República es claramente presidencialista, quizás hiperpresidencialista dado el uso de los decretos de necesidad y urgencia en los últimos veinte años, y las continuas delegaciones de poderes por parte de los legisladores en el Poder Ejecutivo. Alberdi, el gran propulsor de un Ejecutivo fuerte, tomó como modelo la "república portaliana" entonces vigente en Chile, en la que el primer magistrado se aproximaba a una institución monárquica, electiva cada quinquenio. Bien sabemos que el modelo constitucional republicano, a mediados de la centuria decimonónica, era el de los Estados Unidos, que tiene un presidente fuerte y visible. Pero, ¿fue este el propósito de los constitucionalistas de los Estados Unidos, cuando redactaron el texto de 1787?
Curiosamente, la historia constitucional de los Estados Unidos tiene otro punto de partida. Durante el tiempo en que existían las trece colonias británicas, en estas había asambleas legislativas que controlaban a los gobernadores, la mayoría de los cuales eran representantes de la Corona, en tanto dos de ellos -Rhode Island y Connecticut- eran elegidos por estas legislaturas compuestas por los habitantes locales. En el breve e intenso período de 1774 a 1788, en varios estados se redactaron nuevos textos constitucionales que otorgaban la supremacía a los cuerpos legislativos, quedando los gobernadores rehenes de los órganos deliberativos, sin una verdadera capacidad ejecutiva. Es que pervivía la desconfianza hacia los poderes ejecutivos, que hasta entonces habían desempeñado representantes de la Corona, así como había una ingenua suposición de que un cuerpo legislativo elegido por los ciudadanos jamás habría de vulnerar las libertades individuales. Esos catorce años ayudaron a fecundar el concepto de los equilibrios y contrapesos entre los tres poderes que componen el gobierno, de modo que ninguno de ellos pudiera imponer su voluntad a los otros. La limitación del poder, entendían los constitucionalistas de los nacientes Estados Unidos, habría de asegurar un gobierno libre emanado de la elección en las urnas. Los frutos de esas experiencias estaduales se aprovecharon en la constitución federal de la nueva nación, creando un entramado de controles y contrapesos que ha venido funcionando en aquellas latitudes, sin interrupciones, durante más de dos siglos. El Congreso y el Poder Judicial, en particular su Corte Suprema, han puesto claras vallas al poder presidencial estadounidense en repetidas ocasiones sin que ello hiciera temblar la gobernabilidad y la fe en la democracia.
Los antecedentes institucionales en Iberoamérica, muy diferentes a la experiencia de aquellas trece colonias, no comprendían la existencia de las asambleas legislativas, autonomías municipales, juicio por jurados o el espíritu asociativo que asombraron a Tocqueville y Sarmiento. De allí que el modelo republicano presidencial en Hispanoamérica acentuó más las tendencias a la concentración del poder en un Ejecutivo fortísimo, con escasos contrapesos institucionales y políticos.
Recuperar los equilibrios y devolverle protagonismo al Congreso es uno de los desafíos de la democracia argentina, a fin de asegurar los beneficios de un gobierno para el pueblo, por el pueblo y responsable ante el pueblo en los años por venir.
Publicado en La Nación, 18 de mayo del 2009.
Mucho se habla de la República en estos tiempos de renovación legislativa, en un Congreso que, inesperadamente, se convirtió en un escenario de debate crucial para la desaprobación de los impuestos a la exportación el año pasado.
Nuestra República es claramente presidencialista, quizás hiperpresidencialista dado el uso de los decretos de necesidad y urgencia en los últimos veinte años, y las continuas delegaciones de poderes por parte de los legisladores en el Poder Ejecutivo. Alberdi, el gran propulsor de un Ejecutivo fuerte, tomó como modelo la "república portaliana" entonces vigente en Chile, en la que el primer magistrado se aproximaba a una institución monárquica, electiva cada quinquenio. Bien sabemos que el modelo constitucional republicano, a mediados de la centuria decimonónica, era el de los Estados Unidos, que tiene un presidente fuerte y visible. Pero, ¿fue este el propósito de los constitucionalistas de los Estados Unidos, cuando redactaron el texto de 1787?
Curiosamente, la historia constitucional de los Estados Unidos tiene otro punto de partida. Durante el tiempo en que existían las trece colonias británicas, en estas había asambleas legislativas que controlaban a los gobernadores, la mayoría de los cuales eran representantes de la Corona, en tanto dos de ellos -Rhode Island y Connecticut- eran elegidos por estas legislaturas compuestas por los habitantes locales. En el breve e intenso período de 1774 a 1788, en varios estados se redactaron nuevos textos constitucionales que otorgaban la supremacía a los cuerpos legislativos, quedando los gobernadores rehenes de los órganos deliberativos, sin una verdadera capacidad ejecutiva. Es que pervivía la desconfianza hacia los poderes ejecutivos, que hasta entonces habían desempeñado representantes de la Corona, así como había una ingenua suposición de que un cuerpo legislativo elegido por los ciudadanos jamás habría de vulnerar las libertades individuales. Esos catorce años ayudaron a fecundar el concepto de los equilibrios y contrapesos entre los tres poderes que componen el gobierno, de modo que ninguno de ellos pudiera imponer su voluntad a los otros. La limitación del poder, entendían los constitucionalistas de los nacientes Estados Unidos, habría de asegurar un gobierno libre emanado de la elección en las urnas. Los frutos de esas experiencias estaduales se aprovecharon en la constitución federal de la nueva nación, creando un entramado de controles y contrapesos que ha venido funcionando en aquellas latitudes, sin interrupciones, durante más de dos siglos. El Congreso y el Poder Judicial, en particular su Corte Suprema, han puesto claras vallas al poder presidencial estadounidense en repetidas ocasiones sin que ello hiciera temblar la gobernabilidad y la fe en la democracia.
Los antecedentes institucionales en Iberoamérica, muy diferentes a la experiencia de aquellas trece colonias, no comprendían la existencia de las asambleas legislativas, autonomías municipales, juicio por jurados o el espíritu asociativo que asombraron a Tocqueville y Sarmiento. De allí que el modelo republicano presidencial en Hispanoamérica acentuó más las tendencias a la concentración del poder en un Ejecutivo fortísimo, con escasos contrapesos institucionales y políticos.
Recuperar los equilibrios y devolverle protagonismo al Congreso es uno de los desafíos de la democracia argentina, a fin de asegurar los beneficios de un gobierno para el pueblo, por el pueblo y responsable ante el pueblo en los años por venir.
Publicado en La Nación, 18 de mayo del 2009.
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