Por Ricardo López Göttig
En tiempos en que se ciernen oscuros nubarrones sobre la libertad de prensa, pareciera resurgir desde el pasado y con fuerza la figura de Napoleón Bonaparte, quien durante su imperio impuso un férreo control a los periódicos y libros.
A pesar de su genio militar y enorme capacidad política, fue temeroso de la influencia de la prensa ya que era un gran manipulador de la propaganda. Redujo la cantidad de diarios que circulaban en París: en 1799, cuando hizo el golpe de Estado del 18 Brumario para declararse cónsul, había 73 periódicos en la capital gala, de los que sólo quedaron cuatro en 1811. Como emperador, estableció que los nuevos periódicos debían solicitar una licencia y que, al igual que los editores de libros, debían jurar lealtad al régimen. Cada periódico debía pagar a su propio censor, por lo que algunos optaron por nombrarlos secretarios de redacción.
Con la Francia empeñada en continuas guerras para dominar el continente europeo, el emperador era sensible a las noticias sobre las victorias –que se magnificaban- y las derrotas –que se minimizaban-, procurando que todas las noticias ensalzaran su gloria personal. Celoso de su prestigio y aura de guerrero victorioso, odiaba ser ridiculizado y su censura se extendió hacia el contenido de libros y obras teatrales. En este sentido, la persecución a los periodistas sobrepasó las de la monarquía anterior a la revolución francesa.
Y es que, en su afán de personificar a Francia, no toleraba el menor disenso y por ello no pudo congregar en torno suyo sino a adulones que escribían a favor suyo en la prensa. Plumas de poco vuelo, conformistas, deseosas de complacer al emperador. Buscaba unificar a los franceses en torno suyo, disciplinando la opinión pública por medio de la propaganda y la difusión de noticias favorables.
Proclamado cónsul vitalicio y luego emperador en sendos plebiscitos que ganó por abrumadora mayoría, se sintió legimitado para imponer su régimen a costa de las libertades individuales.
En los países iberoamericanos solemos caer en la ingenuidad de que un gobierno electo por el voto de sus conciudadanos jamás caerá en la tentación “imperial” de pisotear los derechos fundamentales, como si las libertades sólo pudieran ser cercenadas por golpes militares y tiranías violentas que se imponen por la fuerza. Pero a ningún mandatario, aun cuando haya sido elegido legítimamente en comicios limpios e inobjetables, le agrada ser controlado, cuestionado y observado por los medios de comunicación. Afortunadamente, nuestros constituyentes no fueron ingenuos y por ello colocaron la declaración de derechos y garantías en la primera parte de la Constitución, a fin de establecer cuál es la prioridad en un Estado de Derecho democrático.
Artículo publicado por CADAL, jueves 26 de agosto del 2010.
En tiempos en que se ciernen oscuros nubarrones sobre la libertad de prensa, pareciera resurgir desde el pasado y con fuerza la figura de Napoleón Bonaparte, quien durante su imperio impuso un férreo control a los periódicos y libros.
A pesar de su genio militar y enorme capacidad política, fue temeroso de la influencia de la prensa ya que era un gran manipulador de la propaganda. Redujo la cantidad de diarios que circulaban en París: en 1799, cuando hizo el golpe de Estado del 18 Brumario para declararse cónsul, había 73 periódicos en la capital gala, de los que sólo quedaron cuatro en 1811. Como emperador, estableció que los nuevos periódicos debían solicitar una licencia y que, al igual que los editores de libros, debían jurar lealtad al régimen. Cada periódico debía pagar a su propio censor, por lo que algunos optaron por nombrarlos secretarios de redacción.
Con la Francia empeñada en continuas guerras para dominar el continente europeo, el emperador era sensible a las noticias sobre las victorias –que se magnificaban- y las derrotas –que se minimizaban-, procurando que todas las noticias ensalzaran su gloria personal. Celoso de su prestigio y aura de guerrero victorioso, odiaba ser ridiculizado y su censura se extendió hacia el contenido de libros y obras teatrales. En este sentido, la persecución a los periodistas sobrepasó las de la monarquía anterior a la revolución francesa.
Y es que, en su afán de personificar a Francia, no toleraba el menor disenso y por ello no pudo congregar en torno suyo sino a adulones que escribían a favor suyo en la prensa. Plumas de poco vuelo, conformistas, deseosas de complacer al emperador. Buscaba unificar a los franceses en torno suyo, disciplinando la opinión pública por medio de la propaganda y la difusión de noticias favorables.
Proclamado cónsul vitalicio y luego emperador en sendos plebiscitos que ganó por abrumadora mayoría, se sintió legimitado para imponer su régimen a costa de las libertades individuales.
En los países iberoamericanos solemos caer en la ingenuidad de que un gobierno electo por el voto de sus conciudadanos jamás caerá en la tentación “imperial” de pisotear los derechos fundamentales, como si las libertades sólo pudieran ser cercenadas por golpes militares y tiranías violentas que se imponen por la fuerza. Pero a ningún mandatario, aun cuando haya sido elegido legítimamente en comicios limpios e inobjetables, le agrada ser controlado, cuestionado y observado por los medios de comunicación. Afortunadamente, nuestros constituyentes no fueron ingenuos y por ello colocaron la declaración de derechos y garantías en la primera parte de la Constitución, a fin de establecer cuál es la prioridad en un Estado de Derecho democrático.
Artículo publicado por CADAL, jueves 26 de agosto del 2010.
Hola Ricardo, tanto tiempo. Me topé con tu artículo y me resultó curioso (o no tanto) que, refiriéndonos al mismo tema, a ambos nos haya venido a la mente el personaje de Bonaparte.
ResponderEliminarMi artículo es, para variar y sobra aclararlo, largo, denso y desordenado: "K y Clarín sobre Papel Prensa: la ideología del poder y el poder de la ideología". En algún lugar por el medio está mi comentario acompañado de una cita a Marx: forma tramposa de ahorrar esfuerzo en explicaciones :)
Te mando un afectuoso saludo.