Por Ricardo López Göttig
Cuando en los años 1950
cobraba fuerza el liderazgo del coronel Gamal Abdel Nasser en Egipto, agitaba
la bandera de la unión del mundo árabe, pero rápidamente encontró obstáculos a
su proyecto de fusión. La idea del panarabismo de ese tiempo se fundaba en que
lo árabe se definía por la lengua y la cultura, no por la religión, por lo que
el proyecto de Nasser entroncaba con su particular visión del socialismo, del
laicismo y el “republicanismo” –en el que, en la práctica, no había ningún tipo
de equilibrio de poderes ni contrapesos-. Con esas premisas tuvo el apoyo
diplomático y militar de la Unión Soviética, que bajo el liderazgo de Nikita
Jruschov buscaba poner pie en Medio Oriente. Este panarabismo incluía a árabes
musulmanes, árabes cristianos y árabes judíos, aunque estos últimos ya habían
tenido que emigrar al Estado de Israel en el decenio de 1940, perseguidos por
los pogroms locales.
Nasser intentó, incluso, la
fusión de países árabes bajo una misma estructura estatal, con la breve
República Árabe Unida que unificaba a Egipto y Siria (1958-1962), y los Estados
Árabes Unidos, que sumaba a la RAU al entonces Reino Mutawakkilita del Yemen
(Yemen del Norte) a esa ecuación. Siria recobró su independencia respecto de
Egipto, en tanto que en 1962, en Yemen del Norte se produjo un golpe de Estado
militar contra la monarquía zaydí, instalando la República Árabe de Yemen, más
en consonancia con el modelo “republicano”, laico y socialista del nasserismo. Se
desató así la olvidada guerra del Yemen (1962-1967), entre los partidarios de
la depuesta monarquía de Muhammad al Badr (respaldado por Arabia Saudí) y el
régimen militar, apoyado con tropas egipcias y armamento y logística
soviéticas. Una “guerra fría árabe” había comenzado entre Arabia Saudí y
Egipto, en busca del liderazgo del mundo árabe, cada uno con un modelo político
y social diferente. “Guerra fría” porque, al igual que la que se libraba a
nivel planetario entre el bloque soviético y el occidental, no hubo jamás
enfrentamiento directo cuerpo a cuerpo entre soldados egipcios y saudíes, sino que
se combatió en otros países y a través de terceros.
Pero a fines de los años
1970, tras las derrotas egipcias en la Guerra de los Seis Días (1967) y en la Guerra
de Iom Kippur (1973), Anwar al Sadat –el sucesor de Nasser- comenzó a explorar
el camino diplomático con el demonizado Estado de Israel: la conclusión fue el
Acuerdo de Camp David, por el que Egipto reconocía formalmente al Estado de
Israel y establecía relaciones diplomáticas, y a cambio los israelíes devolvían
en forma gradual la Península del Sinaí, ocupada durante la Guerra de los Seis
Días. Sadat recuperaba este territorio estratégico y limítrofe con Israel,
abandonando el sueño de la unificación del mundo árabe bajo el liderazgo
egipcio; a la vez, se producía en Irán, en 1979, la revolución islámica que
llevó al poder al régimen teocrático del Ayatollah Jomeini, tras la salida del
Sha Mohammed Reza Pahlevi. Comenzaba una nueva etapa: una guerra fría
intraislámica entre el Irán de la revolución islámica, de carácter shiíta
duodecimano, y Arabia Saudí, sunnita wahabita. Dos sistemas fuertemente
fundados en la religión y que pretenden ser el modelo más fiel de acuerdo a
cómo gobernó el Profeta Muhammad en Medina y La Meca, que se conoce a través de
los textos conocidos como Hadith.
Desde 1979 hasta hoy, ambos regímenes buscan liderar el mundo musulmán,
adjudicándose cada uno la correcta interpretación e implementación del Corán y
del modelo político legado por el Profeta Muhammad, lo que cambió por completo
el foco: ya no era la unión árabe –los iraníes son persas-, sino la unión
islámica, ampliando en centenares de millones la audiencia, pero dejando afuera
de ese modelo a los árabes cristianos y judíos.
Tanto en la “guerra fría
árabe” como en la “guerra fría intraislámica”, combatir al Estado de Israel
buscó ser un factor de propaganda y unificación. Lo intentaron Nasser en 1967 y
Sadat en 1973, lo ensayó Saddam Hussein en 1990, lo hace el régimen teocrático
iraní a través de Hizbullah, Hamás, Jihad Islámica y los Huthi en Yemen. Podemos
ver cómo la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) de Yasser Arafat
estaba en sintonía con el panarabismo laico y socialista del nasserismo, en
tanto que Hamás -fundada en 1987- comparte los fundamentos religiosos del
islamismo radical como su principal fuente de financiación, que es el régimen
teocrático en Irán, y cuyo propósito es establecer un Califato tal como lo
intentó el ISIS hace un decenio atrás en Irak y Siria, o el Emirato de los
Talibán en Afganistán.
Los ataques terroristas de Hamás, de una crueldad extrema con la novedad de que sus perpetradores se jactaron en filmarse cómo mataban y secuestraban, son un boycot para el proceso de negociaciones diplomáticas entre Arabia Saudí y el Estado de Israel para establecer relaciones formales y de reconocimiento entre ambos, lo que hubiera sido un hecho histórico y una gran contribución al trabajoso y sinuoso proceso de paz en Medio Oriente, que suele tener más retrocesos que avances. Los líderes de Hamás, en consonancia con la política iraní, buscan poner todo tipo de escollo con sus ataques para impedir una solución diplomática duradera en Medio Oriente. La visión de Hamás es teocrática y de rechazo absoluto y mortal a toda otra creencia religiosa, incluyendo a otras corrientes del Islam. Es una concepción opuesta a un gobierno laico, progresista y respetuoso de la comunidad LGTBI, a pesar de las fantasías que se tejen en los campus universitarios y en las mentes intelectuales de las izquierdas europea y norteamericana, que sólo dificultan más la creación de un Estado palestino libre.
Artículo publicado en Infobae, 12 de noviembre de 2023.
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